La rebelión oscura

LA REBELIÓN OSCURA


–Ya a la venta–









A continuación se exponen el principio de la novela y parte del primer capítulo




La rebelión oscura

Primera edición: agosto 2018
ISBN: 9788417483197
ISBN eBook: 9788417483883


© del texto:
Alejandro S. Oltra Sangenaro

© del Anexo 2:
Alberto García Gutiérrez

© del diseño de cubierta: Miquel Mollà
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2018


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El camino brilla si el faro es el tiempo.
La excelencia es fruto si justa es la raíz. 
Eterna es la llama si la leyenda no muere.










     Todos existimos por algo, amigo. El simple hecho de ser ya es algo por lo que luchar. Debemos ser bondadosos, cultivar el honor y la dignidad e intentar que los demás hagan lo mismo. Debemos ser carismáticos. Mas no pienses que siempre seremos compensados por ello.
     Quizá creas que, ya que hacemos todo esto, si es que realmente lo hacemos, nos merecemos algo. Una pequeña retribución, un pequeño benrficio, una pequeña satisfacción. Pensarás que tendríamos que recibir lo que quisiéramos o, al menos, lo que dispensamos al mundo, o por lo menos parte de ello. Y a veces, sin embargo, la mayoría de las veces, no recibimos nada. Frecuentemente carecemos de ese anhelo, de ese abrazo o de esa compañía; de ese deseo, de esa cosa que ansiamos, de esa explicación o de esa verdad que tanto necesitamos oír.
     Lo sé, no es justo.







PROEMIO

     Estimado lector, este es solo uno de los muchos principios de una de muchas historias. Le advierto, además, que narraré este largo principio como otra larga historia, una historia oscura y repleta de secretos, una historia cuyos entresijos son realmente inabarcables e indescifrables, a la par que interpretables e imprecisos. Yo conozco este principio gracias al padre de un buen amigo, quien me lo desveló y me hizo entender que este principio es únicamente uno de los arroyos que parece inexcusable no ponerlos por escrito. Creo, por tanto, estimado lector, que debería prestar atención.
Espero que algún día, después de referir este principio y tal vez otros más, pueda sentirme orgulloso y morir serenamente, tranquilo de haber fijado entre estas y muchas otras palabras y trazos una historia que se haga inmortal y alargue mi nombre en el tiempo junto a ella. Si logro apartar de las lagunas del olvido la gloria de las gestas de este principio y la de los otros escritos que me he propuesto llevar a cabo, me sentiré realizado y en paz con el padre de mi amigo. Sí, él que están por venir, insistiendo en lo imperioso que era impedir que quedara anclada y obliterada en las brumas de lo desconocido, en las brumas de esa pálida playa donde quedan varadas las remembranzas desterradas de la memoria, las hazañas y los acaecimientos relegados del recuerdo.
     Mas, para ello, aunque sea sucintamente, debemos empezar por el principio de este principio, evocar lo que la tradición nos asegura que fue el comienzo de todo.
     Y es que desde el principio de los tiempos, a lo largo de la historia, han ocurrido cosas que nadie ha podido explicarse jamás; cosas que han originado una existencia muchas veces incomprensible. Pese a ello, sabemos que algo tuvo que haber iniciado el ciclo de la eternidad, y a ese algo los helenos lo han llamado Caos, el abismo primordial. En segundo lugar, supusieron el surgimiento de la madre Tierra, del amplio Océano y del alto Cielo, y detrás de ellos todo lo que completa la naturaleza del cosmos.
     Cabe decir que, según se suele entender, se tiene conocimiento de dos mundos: el de los humanos y el de los muertos. Este último lo conocen los primeros cuando fallecen, con lo que viajan a la parte inferior del mundo de los muertos, llamada también inframundo.
En el nuevo mundo —mi mundo, el que para los humanos es el mundo posterior a la muerte, el de los muertos— cohabitan un sinfín de seres y criaturas; entre ellas los dioses que abandonaron el viejo mundo —el mundo de los humanos—. En ambos lugares ha habido terribles guerras y catástrofes, y entre las del viejo mundo destacan la Titanomaquia —la guerra del Olimpo contra los Titanes— y la Gigantomaquia —el ataque de los Gigantes a los olímpicos—; en el nuevo mundo, la Cronomaquia es la que más descuella. Tras esta última y espantosa batalla, liderada por el perverso titán llamado Cronos, la existencia en el nuevo mundo parecía que volvía a tomar su cauce habitual, y todos los que sobrevivieron a la desgracia rehicieron sus rutinas y sus ritmos de vida.
     Pero pronto las apariencias descubrirían su engaño.
     Un día cualquiera, uno de esos en que cualquier cosa puede pasar, pasaron muchas cosas trascendentales a la vez. Me gusta imaginar viento y ajena a lo que estaba por venir, sobrevolando paisajes, villas y comarcas hacia la Ciudad del Sol, centro del continente olímpico, habiendo dejado atrás el océano Atlántico, el cabo Austral y los reinos de las hadas y de los gnomos, el bosque del centauro, el de los árboles parñlantes y el enclave de la otrora ciudad élfica de Treant, dirigida por el difunto rey Peter, ilustre entre los suyos. Me imagino al águila sintiendo las frescas oleadas de los hijos de Eolo, sacudiéndola y haciéndola zarandearse bajo el astro rey al reverberar en su plumaje y por encima del monte Halo, donde crecen las rosas negras, por encima de la fragua de Hefesto, donde trabajan los incansables autómatas, y por encima de la llanura de la Cronomaquia, cerca de Fenaide y Aracnas, la sobrada en agua, donde terminará este principio. Y me imagino al águila, pasada la capital, la susodicha Ciudad del Sol, encumbrarse hacia los siempre nevados picos de la cordillera de los Apospontes, donde se dice que descansan los montes vivientes, los gólems, colosos de cuerpo de tierra y piedra, habitantes clandestinos de las montañas más elevadas y sombrías, inconscientes, bajo su inveterado sueño, de la agitación de las alas de la egregia ave.
     Pero lo que ahora quiero visualizar es lo que ocurría durante el vuelo del águila un poco más allá de la ciudad Gibón, en el interior de la gruta del Hades, franqueada la pared abisal que baja en el interior de la cueva hasta el prolongado túnel de negrura y silencio que tantas veces transitan de un lado a otro el carro azabache de la Muerte y el alado Hermes. Quiero imaginar lo que ocurría más allá las moradas de los fenecidos, más allá de la entrada al reino de Hades, el de negro rostro, allende la grieta que alcanza el techo de cielo escarlata del inframundo, donde una escalinata tallada en la escarpada pared de roca nos adentra en el bosque de albos álamos. Quiero imaginar qué ocurría allende la playa del Estigia, desde donde Caronte tres jueces del submundo, que se acomodan en pétreos sitiales junto al trono de piedras preciosas de su señor.
     Quiero imaginar lo que ocurrió aquel día traspasada la puerta




PRIMERA PARTE 
EL RESPLANDOR
DE LA OSCURIDAD




1

LIBERTAD PARA LOS QUE DISTRIBUYEN

Era de noche —como siempre, y varias nubes rojas flotaban difusas en el cielo negro del Tártaro. Aquí, infierno donde son destinados los seres malvados, los llamados precitos —que son los condenados—, las temperaturas cambian descomunalmente de ardientes a algentes entre el día oscuro y la noche oscura. El clima es generalmente seco, y en las tierras anémicas solo hay brunas siluetas montañosas e infinitos horizontes, donde los ríos de fuego y los accidentes geográficos abundan y quiebran los escabrosos desiertos.
     En ese momento, una vigorosa ventisca soltaba fríos silbidos entrelazados. Tapada con una amplia y descolorida túnica de pies a cabeza, una mujer luchaba contra el vendaval para avanzar entre la nada. Llevaba puesta la capucha de modo que no se veía su rostro, y lo que sobraba de su vestimenta se arrastraba, lleno de cazcarrias, por el suelo polvoroso. Andaba lentamente, forcejeando para no ser derribada por la corriente huracanada. Por la corta abertura que descubría sus vagos ojos, estudiaba su objetivo: a lo lejos, un alto palacio se erguía solitario, emblanquecido por la distancia.
     El edificio estaba rodeado por una profunda y anchurosa fosa. La misteriosa mujer cruzó el puente que llevaba a la mansión; a sus pies se descubría el barranco de paredes rocosas, con hierbas y raíces muertas que sobresalían por grietas de los pedruscos afilados, siendo imposible distinguir en fin el agujero. Sus pasos ocasionaban chirridos en las varias maderas que formaban el puente desgastado, que se balanceaba en el aire y ondeaba como un barco en la más temible tormenta.
     Después de un largo rato de angustia, llegó al collado sobre el que se engaviaba la construcción. Se acercó al portón y sacudió tres veces el picaporte; los golpes se alargaron en el eco a la otra parte del muro. Mientras esperaba, contempló las altas paredes que tenía ante sí, los bloques de piedra y su color ceniciento. Por la sillería del barranco, seguía rasgando el viento sus zarpas invisibles. Las ramas de las mustias plantas eran sacudidas con estrépito, y una humedad álgida nacía del despeñadero. Tan desteñido se manifestaba el enclave que incitaba a abandonarlo.

     No había nadie para recibir a la valetudinaria mujer. Siguió por varios pasillos. Multitud de aterradores cuadros sanguinarios colgaban de las paredes. Los muebles eran de plata, y allá donde miraba, había candelabros y velas encendidas. Se trataba de un palacio desolado. Los muros se alargaban y se hacían pequeños en la lejanía. Las puertas y las cortinas, a la suave luz de las llamas, gritaban el tedio de sus sombras clandestinas.
     Por último, después de un largo andar, avistó una sala más sombría aún. Tragó saliva, y, cuando entró, la tenue luminosidad de los pocos candeleros reverberó en su túnica. Allí, en lo más hondo de la habitación, un individuo yacía sentado en lo alto de un trono.
     —Bienvenido —dijo el varón.
Con la cabeza gacha, su pelo largo y castaño impedía ver su cara. Su atuendo consistía en una armadura dorada y argéntea, recargada de detalles y embellecimientos. Tenía los miembros extendidos sobre los reposabrazos de su asiento.
   La mujer hizo una genuflexión. Acto seguido, se levantó y tiró atrás la capucha; un rostro descolorido y senil se desveló con seriedad. Sus arrugas caían estiradas por los siglos, y las cuencas de sus ojos se enseñaban foscas.
     —Mis saludos, Lucero del Alba.
El demonio se sorprendió tácitamente. Pasó un momento de silencio mientras examinaba a la forastera, pero sin demostrar su sorpresa. Lucifer siempre había sido bastante reservado para las emociones, y su talante inicuo tendía a la altivez.

     Aquella, diosa de la discordia y de la venganza, analizó el habla del demonio.
     —Percibo cierto desprecio en el tono de tus palabras, ¿no es así? —dijo apartándose un mechón canoso de la frente y echando un vistazo a su alrededor.

     —Quizás no me plazca verte —objetó él—. ¿Es algo tan raro? La vieja frunció el ceño.

     —Cuando te revele mis motivos —repuso—, me agradecerás haber venido a ti y no a otro.


     —Habla entonces, no sea que traigas agrado por vez primera en tu vida.


Ella asintió, pensativa. Era una diosa rancia, simpatizante de la guerra y deseosa de desavenencia. Sacó sus manos de debajo de las telas de su túnica y cogió el trozo del vientre de la vestimenta, arru-

     —Una imagen vale más que mil palabras.
Desenvolvió la túnica de su cuerpo escuálido y se quedó en escasos trapos. Lucifer hizo una mueca de repulsión. Un sinfín de arrugas cubría el alma de la patrona de la disputa. Del interior de la tela, la mujer extrajo una daga de cristal de empuñadura dorada, cuyo extremo tenía la forma de un ángel alado.

     Finalmente, el demonio levantó la cabeza.

     —¿Qué es? —preguntó.
     —Esto es el legendario kila —respondió ella, muy vanidosa.
La cara de Lucifer demudó súbitamente. Al percibir su pasmo, Eris dejó salir una sonrisa.
     —¡Vieja bruja falsaria! ¡Vivirás el resto de tu existencia entre llamas! —gruñó—. ¡¿Cómo osas burlarte de la Estrella Matutina en su casa?!
     —¡No miento, señor! —exclamó la diosa, que pensó cambiar su trato para dar un paso adelante y poner rostro de inocencia, con los ojos bien abiertos—. ¡Por favor, calmaos! Esta daga divina es verdadera. Cogedla si queréis... Escrutadla, escrutadla.
Lucifer se limitó a levantarse del trono. Siguió con los ojos no avanzó. No podía evitar irritarse y no sabía por qué.
     —Dime, pues, de dónde la has robado —adivinó, suponiendo que había cometido hurto.
     —La robé de la cueva de las Moiras, controladoras del sino de los mortales. —La diosa caminó adelante lentamente—. Cuando la Cronomaquia vivía su transcurso, yo robé el casco de Hades, dios del inframundo, que hace invisible a su portador.
     »De esta manera, mientras Cronos y los dioses del Olimpo se daga de la cueva de las Tejedoras del Destino bajo la invisibilidad del casco. Lo tenía todo planeado, mi señor. Todo para llegar a vos.
     —¿Y por qué me la traes a mí cuando hay tantos que matarían por ella? —La suspicacia de las facciones de Lucifer empezaba a agobiar a Eris.
     —Yo, como diosa de la discordia, debo crear el caos en el mundo, y peor mal que en tus manos no puede provocar esta daga, ¿no es así? Además, sé qué es lo que más has deseado a lo largo de tu existencia, y yo te estoy brindando una oportunidad de oro.
Lucifer se sentó de nuevo. Seguía nervioso. Nunca hubiera esperado ver tal joya, el kila. Sí había oído hablar de él, pero solo eso. Sin embargo, Eris le proponía algo muy fuera de los límites de sus pensamientos; al menos de los que sostuvo otrora, en tiempos mejores para él y su raza. Con todo, entendía las intenciones de Eris, el motivo de buscarlo precisamente a él. Él siempre había sido devoto del mal. Antaño, muchos lo llamaron ángel caído. Según su reputación, ambicionó el poder desde su nacimiento. Y por eso Eris acudió a él; ella sabía que se vería tentado a sus insinuaciones. Aunque se equivocaba en una cosa: su verdadero anhelo.
     Con ojos exploradores, no cejó de fijar su mirada en la de pelo canoso. Ella prosiguió, presumiendo que se acercaba al éxito.
     —Como sabéis, el kila es la daga divina capaz de reprimir todo poder maligno. O lo era. Fue creada eones atrás y tenía el poder de mitigar incluso la fuerza de los dioses; no los hacía mortales, cierto, pero los sometía a un estado de indefensión.
     —No entiendo a dónde quieres llegar. En cualquier caso, según lo que dices, esa daga supone un peligro para ambos de nosotros.
     —¡No! —repelió Eris sin dejar espacio entre sus palabras y las de su interlocutor—. Te equivocas. Hace mucho tiempo que el kila no alberga su poder ínsito.
     »Cuentan que los dioses falsarios ordenaron a las Moiras limpiar semejante fuerza, pues sabían que algún día esta arma podría complicar su reinado. Parece que realmente fue así.
Alargó las manos tanto como fue capaz para aproximarle el kila al demonio, que siguió sin tocarlo.
imperio. Tenía los ojos rojos como la sangre, y Eris sintió sudores fríos al tentarlos.
     Transcurridos unos segundos, la diosa tomó otra vez la iniciativa en la conversación. De nuevo, sin darse cuenta de ello, lo volvió a tutear.
     —Escucha, Lucifer. Si tú y tus hermanos consiguierais activar de hasta seríais capaces de vencer a los Doce.
     Lucifer clavó su mirada en las pupilas de la anciana. Ahora, en sus mientes, no paraba de darle vueltas al asunto. ¿Podría él llegar a ser el soberano del mundo entero? ¿Podría tener a sus pies incluso al falsario Zeus? No lo sabía a ciencia cierta, pero se le hacía la boca Aunque era una locura.
Sin decir una palabra, el diablo se incorporó y movió el cuello de un lado a otro; la diosa escuchó el crujido de los estiramientos.
     Él tenía sus alas rojas plegadas. A paso solemne, avanzó hasta su huésped y, tan sereno como de costumbre, tributó su pensar.
—Escúchame, vieja. ¿Sabes realmente qué es lo que más ansío? 

*     *     *

Sonaban las campanas en una catedral milenaria. Construida en un yermo desierto y de grandes bloques pétreos, sus cúpulas y los tejados de las cúspides de las torres eran de color azul. Poseía torreones y miradores de estilo medieval.
     En su interior había una infinidad de cuadros y reliquias en los muros y en peanas de mármol: copas, figuras, piedras preciosas... Tesoros de todo tipo. El suelo de la inmensa sala era brillante, y miles de columnas aguantaban el techo repleto de pinturas y frescos, que constituían escenas de antiguas guerras de dioses y personajes míticos de docenas de tradiciones. Se veían matanzas de niños, sacrificios de animales y guerreros luchando contra criaturas amorfas. Entre las tonalidades destacaba el carmesí, y el cielo estaba pintado de púrpura, con ligeras alteraciones oscuras y azulinas.
     A la luz de dos lámparas de aceite, un hombre de avanzada edad yacía sentado en un sillón de piel. Su larga cabellera blanca le caía sobre los hombros como una cascada. Su rostro era escuálido, y sus manos provectas exponían las típicas venas verdes y las habituales manchas de la edad. Limpiaba el polvo de un cáliz con un paño húmedo.
     La sala estaba llena de velas y antorcheros fijados en las partes altas de las múltiples columnas. No había mucha claridad; la penumbra cobijaba la mayor parte del lugar.
     De repente, mientras el anciano seguía frotando el cáliz, se abrieron las puertas de la catedral de par en par, estruendosas y veloces. El portazo contra la pared del interior vibró en el ambiente, y al hombre se le cayó la copa de oro. El tesoro rodó unos metros en dirección oblicua, resonando y trastabillando en cada bache de las baldosas. Corrió para recogerlo, se agachó y le pasó rápidamente la mano, limpiándolo y temiendo que se hubiese ensuciado; o peor, que se hubiera roto. Cuando levantó la mirada enfurecida, vio la silueta negra de un guerrero bajo el marco de las puertas, y a su lado otra figura indecisa que se apoyaba sobre un bastón.
     —¿Quiénes osan entrar a mi catedral? —bramó furibundo.
Los desconocidos no respondieron. El más alto empezó a andar. Conforme se acercaba, la irradiación de las titilantes lámparas de aceite resplandecía en su armadura, y al llegar ante el viejo en lo lejano de la sala...
     —Levántate del suelo. Pareces un niño protegiendo su juguete.
El anciano lo reconoció y aplacó su furia. Se levantó y llevó el cáliz hasta una de las peanas. Lo puso junto a unos camafeos y, acto seguido, preguntó más tranquilamente:
     —¿Qué te trae por aquí, Lucifer?
El visitante se giró de espaldas y echó un vistazo a los tesoros. Dio un paseo entre la columnata. Ni siquiera miró al que le había hecho la pregunta.
     —Viejo Mammur, no sale la rana del estanque si no busca alimento. —Sabía que a su hermano le gustaban las frases rimbombantes y sentenciosas, pero dudó un poco, pensando si la metáfora era bastante evidente—. Vengo para que me acompañes... —dudó otra vez— en mi futura empresa.
Sus vocablos fueron proferidos con suave eco. El viejo Mammur, demonio de la avaricia, frunció el entrecejo. Yendo a su sillón de piel, quiso saber cuál era esa empresa de la que hablaba Lucifer. Se lo preguntó, pero el otro no dio señal de querer revelárselo. Mammur se puso a toser un buen rato.
     —Tú solo acompáñame.
     —Dime para qué me necesitas —insistió Mammur, de pelo largo y blanco—, y te seguiré allá donde vayas.
Eris se juntó con ellos y, apoyándose con su bastón de fresno, se adelantó a Lucifer para contar sus planes al otro demonio, quien enseguida se angustió. Mammur había olvidado por completo que no esta segunda la había pasado por alto hasta reparar en ella de nuevo. Se sobresaltó al reconocerla.
     Odiaba a Eris.
     Nunca se le borraría de la memoria la imagen de esa falsaria profanando su hogar. Era verdad que los dos tenían fama de malvados y perversos, y muchas veces actuaron juntos en guerras y acontecimientos diversos. Y por eso mismo no quería ni verla. Conocía su manera de el mundo. Eris solo acompañaba al desastre, como se solía decir de ella.
     Volvió los ojos al de armadura de oro y plata.
     —Esta falsaria no es de fiar, Lucifer —dijo con las cejas arqueadas para toser dos veces más—. Es una traidora, siempre lo ha sido. Sabes que la conozco muy bien.
Eris se enfadó e hizo ademán de protestar, pero Lucifer la detuvo. Habló él.
     —No digas semejantes baldones, Mammur. Esta diosa que tú desdeñas es la que nos ha traído una nueva vida.

Mammur no lo entendió.

     —¿Has oído hablar del kila? —preguntó Lucifer.
     —Por supuesto.
     —Entonces conocerás sus poderes.
     —Sin duda, pero no existe. Al menos, ya no. —Y Mammur soltó precipitadamente lo que se había montado en su mente nada más escuchó el nombre de la daga—. Supongo que esta te ha dicho que es real, y apostaría a que quiere que la busquemos. Pues olvídate. Son vanas ilusiones. Estás cayendo en alguna de sus trampas.

     —Yo no estaría tan seguro, Mammur.
El viejo de la catedral creyó corroborar sus pensamientos. Eris le había metido en la cabeza que el kila existía.
     —Mejor que te olvides, Lucifer —volvió a decir el anciano demonio—. ¿Quieres un apunte retórico muy apropiado para el momento? Te lo diré: una zorra siempre es una zorra, incluso cuando deleita al lamer.
Eris apretó los labios rugosos.
     —El que más quisiera ver tal daga soy yo —añadió Mammur—. Es una de mis piezas más deseadas, pero sé que no es real, y tú también deberías saberlo.
Antes de que siguieran malgastando saliva, la diosa de la discordia sacó el kila de su túnica. Al ver Mammur la magnífica reliquia, sus ojos desposaron con el deseo. Quiso aquella daga, aun conci- biendo que no era lo que parecía.

     —¿Ves, hermano? —dijo Lucifer—. La daga existe.

     —Tómala —dijo la mujer, lo más agradable que pudo.

Mammur fluctuó, pues conocía la leyenda del arma. Sabía que era capaz de anular cualquier fuerza maligna; es decir, que podía quitarle sus poderes mientras estuviese cerca. Pero sentía unas ganas increíbles de cogerla, incluso estando seguro de que no podía ser cierto lo que veía. Pero deseaba cogerla, por muy falsa que fuera. Y lo hizo. La estudió detenidamente entre sus manos. Absorto, le iba dando vueltas y se la acercó varias veces a la cara para observarla mejor. También la acarició con sus mejillas desvencijadas. Entonces descubrió que era verdadera, que era el kila. No sabía muy bien por qué, pero esa arma no era normal. Fuera como fuera, la quería. La quería.
     Después de un paréntesis de expresividad, Mammur se dirigió, incómodo, a Lucifer, reprimiendo la tos, dubitativo por si sus palabras serían las convenientes:
     —Si lo deseas, cuenta conmigo. —Y se giró estevado hacia Eris—. Pero que sepas que no compartiré tu confianza con la falsaria.

*     *     *

Un espacio muy oscuro, únicamente bañado por la claridad del cielo - les. El techo se perdía de vista, y un zumbante ruido ronroneaba en el ambiente. Millones y millones de moscas revoloteaban de un lado a otro en el vasto salón, aglomeradas en distintas nubes borrosas que se movían rápidas y deformes.
     El demonio de la gula, la fiera de las sombras, se hallaba comiendo carne cruda en medio de los insectos voladores, que se amontonaban, carnívoros, sobre los huesos y los restos de comida que su señor rechazaba.
     Belcebú era un tanto arbitrario de modales, y en su pensamiento existía la implacable avidez de comer todo cuanto le era permitido; aún más por cuanto le era prohibido. Tenía cuerpo de licántropo, color azabache y dos cuernos de macho cabrío. Le gustaba vivir en la oscuridad, donde acogía a moscas y les daba cobijo junto a él. Para comer, cazaba cuanto podía. Todo lo que mataba pasaba por sus dientes.
     Tiempo ha que se relegó a la penumbra del Tártaro, donde se emboscó en el palacio que mantenía sus pies. Según sé, lo arrebató a un antiguo amigo, en cuya vida anterior fue uno de los más cruentos reyes del viejo mundo, un despiadado guerrero llamado Atila, rey de los hunos, del cual decían que, tras su paso, la hierba no volvía a crecer.
     Desde entonces, el palacio se inundó de oscuridad. Belcebú abrió las puertas a sus siervas aladas y estableció como suyas millones de tierras alrededor de la morada. Comenzó a cazar por sus dominios y a devorar a todas sus presas sin piedad, a veces incluso sin quitarles la vida. Pese a ello, únicamente podía comer bestias y demonios, y no hombres, pues cuando hundía sus garras en ellos, se desintegraban y se esfumaban como ceniza. Es algo habitual entre los muertos. Por ello, tuvo que conformarse con los primeros, aunque tampoco fueron muchos los años que calmó su apetito, ya que las presas escasearon hasta desaparecer. Y entonces vino el hambre.
     No obstante, se sentía inmortal; era un hijo de Elohim. Pero eso no impidió que el dolor de estómago y el apetito se hicieran una rutina diaria, una rutina doliente y eterna.
     En un momento inesperado, la comida se vio interrumpida. Lejos del demonio, un gran fuego se encendió de la nada, y las moscas huyeron frenéticas, caóticamente. Se levantó rabioso. Instintivamente, emitió rugidos internos, guturales, como los de los animales, y con las garras preparadas para atacar, saltó por encima de la mesa y anduvo sobre dos patas hacia las llamas. Sus pies descalzos, de uñas grisáceas y afiladas, caían al suelo con brío. Sus siervas volaban, nerviosas, por el cielo impreciso del edificio.
     Belcebú avanzaba amenazador, semejante a una fiera, a una bestia despiadada. Lo era. Ostentaba sus colmillos amarillentos y sucios y seguía rugiendo ferozmente entre babas.
     Ya cerca del fuego, frenó repentinamente. Distinguió por sorpresa al viejo Mammur. Este vestía una túnica no muy trabajada y, con una cara acicalada de familiaridad, levantó la cabeza sin llegar a desviar su visión. Eris dejó escapar una sonrisa, y Lucifer, de cuya mano derecha brotaban las lenguas de las llamas, levantó el brazo, apartando la pira hechizada de delante de su cara para poder hablar.
     —Saludos, Belcebú.
El hambriento demonio mostró sus respetos inclinando su cuerpo. Su enfado se apaciguó tan rápidamente que el silencio asaltó las paredes de súbito. De una pantera, pasó a asemejarse a un perro domeñado, un perro fiel. Sobre su cabeza se imponían los dos cuernos encorvados hacia atrás.

*     *     *

Bajo el cielo luctuoso, un hombre corpulento con cabeza de toro se recreaba en un jardín de rosas negras. Copulaba con una mujer. Ella era de pelo largo y negro. Él, de melena marrón y piel negra, la miraba embelesado. Ella, de fina piel, gemía a voz en cuello.
     Estaban bajo un árbol de ramas secas, y una larga hilera de arbustos verdes delimitaba el vergel de foscos rosales. Cerca de ellos había un pequeño lago de agua escarlata, y en su interior nadaban zigzagueantes serpientes gruesas y largas que se trababan entre sí.
     Asmodeo era un demonio muy conocido y temido también. No obstante, pocas eran las veces en que atacaba o provocaba desastre alguno. No era un asesino asiduo, dentro de lo que cabía. Según él, todo lo contrario, pues era habitual escucharlo decir: «Yo, más que torturar, soy de los que dan placeres y siembran vida». Esto era porque siempre andaba en busca de mujeres para yacer con ellas. Era muy popular; incluso muchas veces eran las propias féminas que había forzado las que querían volver a él ansiosas de más cobijo, así que llevaban a cabo rituales y derramaban sangre para invocarlo.
     Este demonio, cuando sorprendía a las damas, siempre las forzaba a abrirse de piernas y hacía con su fuerza lo que deseaba de ellas; aunque al principio se sobrecogían y se negaban, después acababan acariciando el cráneo bovino que minutos antes les infundía tanto miedo y espanto. Cuentan algunas voces que las violaciones de Asmodeo eran como un extraño conjuro que hipnotizaba a sus víctimas y les hacía apetecer más placer. Tal vez era verdad, pues incluso las mujeres casadas y con hijos caían en el supuesto conjuro, del que muchos afirman que, en realidad, no tenía nada de mágico.
     En este orden de cosas, a mitad del acto sexual, se creó una nube de humo en el aire. Pararon de yacer. El diablo de cuernos bovinos con- templaba lo que sabía que iba a ocurrir, lo que conocía a la perfección de tiempo atrás. De entre el humo aparecieron Lucifer, Mammur, Belcebú y Eris. Los cuatro seres se le acercaron y se presentaron con los debidos gestos.
     El demonio se levantó de la hierba. Tras despedir a la diablesa con la que copulaba, que se incorporó temerosa y huyó a todo correr, llegó sonriente a sus semejantes, con el miembro todavía erguido y amenazante. Tenía el cuerpo cubierto de pelo negro, basto, y, aunque sus manos eran humanas, sus pies no eran pies, sino amplias pezuñas.
     —Bienvenidos seáis —dijo contento.
Era el diablo de la lujuria. Los cuatro demonios y la diosa empezaron a hablar bajo el árbol de ramas secas y sin hojas.
     —Veo que aún mantienes tus costumbres con las mujeres —expuso Mammur con sorna antes de toser.
Su hermano bovino pensó cuánto tiempo llevaba sin escuchar esa tos.
     —Cierto —contestó Asmodeo—. Sin las tradiciones, el Tártaro sería demasiado aburrido. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
Lucifer le expuso sus planes sin rodeos. Detalló minuciosamente el fin de someter el kila a un ritual oscuro, y Eris intervino con premeditación en varias ocasiones.

     —Pero no sabemos si es el verdadero kila —arguyó Asmodeo. 
     —Lo es —terció Mammur—. Estoy casi seguro.

Asmodeo asintió. Sabía que Mammur era experto en antigüedades y sus juicios eran fiables.
Observando el convencimiento y la seriedad con los que lo informaban, Asmodeo no pudo declinar la oferta.



*     *     *

*     *     *


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